martes, 12 de diciembre de 2017

Amor a la vida

Tan sólo esto quedará.
Han apostado y han vivido.
El jugador su parte ganará,
aunque el dado de oro se ha perdido.
Los dos hombres bajaron por la ribera penosamente, cojean­do, y el que iba delante se tambaleó al cruzar el roquedal. Los dos estaban débiles y extenuados, y sus rostros tenían esa tensa expresión de paciencia que es fruto de las largas penalidades. Ambos iban pesadamente cargados con el envoltorio de las man­tas sujeto con correas a sus hombros. Otras correas que pasaban por sus frentes les ayudaban a transportar esta mochila. Cada uno de ellos llevaba un rifle. Iban muy inclinados hacia delante y con la mirada fija en el suelo.
– Ojalá tuviésemos aunque sólo fuera dos de esos cartuchos que están guardados en nuestro escondrijo – dijo el que iba en segundo lugar.
Su voz era ronca y totalmente inexpresiva. Hablaba sin calor. El otro, el que se había tambaleado al pisar las rocas entre las que formaban remolinos las aguas espumosas del arroyo, no le contestó. No se descalzaron. El agua estaba tan fría, que les do­lían los tobillos y tenían los pies como muertos. En algunos lu­gares la rápida corriente les llegaba a las rodillas y los dos viaje­ros se tambaleaban, tratando de conservar el equilibrio.
El que iba en segundo lugar resbaló sobre un guijarro pulido por el agua, y estuvo a punto de caer; pero recobró la posición normal mediante un violento esfuerzo, a la vez que lanzaba una aguda exclamación de dolor. Se diría que estaba desfallecido y sentía vértigos. Cuando vacilaba, tendía su mano libre, como si quisiera apoyarse en el aire. Después de recobrar el equilibrio, siguió avanzando, pero de nuevo se tambaleó y pareció que iba a caerse. Luego se detuvo mirando a su compañero, que no había vuelto la cabeza ni una sola vez.
El hombre permaneció inmóvil durante un minuto, como si sostuviese una lucha interior. Al fin, gritó:
– ¡Oye, Bill! Me he torcido un tobillo.
Bill no se volvió: siguió avanzando con paso vacilante a través de las aguas espumosas. Su compañero le vio alejarse, y aunque su rostro seguía tan inexpresivo como hacía unos momentos, sus ojos parecían los de un ciervo herido.
El otro hombre subió renqueando por la orilla opuesta y pro­siguió su marcha en línea recta, sin volverse para mirar. El que había quedado en el arroyo lo seguía con la mirada. Le tembla ban un poco los labios, y ello comunicaba una visible agitación al áspero bigote castaño que los cubría. Sacó la lengua para humedecérselos.
– ¡Bill!
Era el grito suplicante de un hombre fuerte que se ve en un apuro; pero Bill no volvió la cabeza. Su compañero lo vio ale­jarse, cojeando grotescamente, inclinado hacia adelante, con paso inseguro, subiendo por la larga pendiente hacia la cima de un pequeño otero. Le vio avanzar hasta que traspuso la cumbre y desapareció por el otro lado. Entonces paseó lentamente su mi­rada en derredor, contemplando la extensión circular de mundo que le quedaba después de haberse marchado Bill.
El sol, ya muy cerca del horizonte, parecía una brasa oscura. Estaba velado por cendales de niebla, que daban una impresión de masa intangible y sin contornos. El viajero consultó su reloj, sin dejar de sostenerse con una sola pierna. Eran las cuatro de un día de fines de julio o primeros de agosto. Ignoraba la fecha exacta – podía equivocarse en una o dos semanas -, pero sabía que el sol indicaba aproximadamente dónde estaba el Noroeste. Miró hacia el Sur y se dijo que más allá de los sombríos cerros que se ofrecían a su vista se extendía el lago del Gran Oso. Tam­bién sabía que en aquella dirección estaba el Círculo Polar Ártico, cuyos límites corrían por las yermas tierras canadienses. El arroyo en que se hallaba era un afluente del río Coppermine, que se dirigía al Norte para desembocar en el golfo de la Coronación y el océano Glacial Ártico. Él nunca había estado allí, pero vio el lugar señalado en un mapa de la Compañía de la Bahía de Hudson.
Su mirada recorrió el círculo de mundo que le rodeaba. No era un espectáculo muy alentador. Estaba encerrado por la suave curva del horizonte. Las elevaciones del terreno eran insig­nificantes. No había árboles, matorrales ni hierba. Nada. Sólo una tremenda y espantosa desolación, que envió reflejos de te­mor a sus ojos.
– ¡Bill! – susurró, y repitió -: ¡Bill!
Se agachó, intimidado, en medio del agua espumosa, como si la inmensidad le oprimiese con fuerza abrumadora y le aplastara brutalmente con su terrible grandeza. Empezó a temblar. Se diría que le había acometido un acceso de fiebre. Al fin, el rifle se le escapó de la mano y fue a parar al agua, con sonoro chapoteo. Esto lo despabiló. Luchó contra el miedo que lo dominaba y consiguió sobreponerse. Empezó a hurgar en el agua y al fin recuperó el arma. Pasó al hombro izquierdo el fardo de las mantas para que el tobillo lesionado no tuviese que soportar tanto peso. Luego siguió avanzando, lentamente, con todo cuidado, haciendo gestos de dolor, hasta que llegó a la orilla.
No se detuvo en ella. Con una desesperación que parecía lo­cura, sin hacer caso del dolor que sentía en el tobillo dislocado, subió por la ribera hasta la cumbre de la eminencia tras la que había desaparecido su compañero, cuya figura era mucho más grotesca que la de él, a pesar de su cojera y de su andar vaci­lante. Al llegar a la cumbre, vio a sus pies un valle poco profundo y desprovisto de vida. De nuevo luchó con el miedo y lo venció al fin. Entonces se colocó el fardo aún más a la izquierda y bajó por la ladera dando traspiés.
El fondo del vallecito estaba empapado. El espeso musgo, como si fuese una esponja, mantenía el agua muy cerca de la superficie. A cada paso que daba, el terreno rezumaba agua, y cada vez que levantaba el pie, cuando el musgo húmedo soltaba su presa como a regañadientes, se producía un sonido de ventosa. Avanzó siguiendo las pisadas de su compañero, bordeando las crestas rocosas que surgían como islitas en aquel mar de musgo, o pasando por encima de ellas.
Aunque estaba solo, no se había extraviado. Sabía que más lejos daría con un lugar poblado de abetos muertos, diminutos y resecos, y que este lugar se hallaba a orillas de un pequeño lago: el Titchnnichilie, voz indígena que significaba «la tierra de los bastoncitos». Y en aquel lago desembocaban las aguas de un arroyuelo que no eran lechosas como las del que acababa de cru­zar. En aquel arroyo había junquillos – esto lo recordaba bien -, pero no encontraría leña y tendría que seguirlo hasta que su curso desapareciera en una divisoria de aguas. Entonces cruzaría esta divisoria, hallaría el principio de otro arroyo que discurría hacia el Oeste y lo seguiría hasta el punto donde sus aguas se unían con las del río Dease. Allí encontraría un escondrijo: una canoa volcada y cubierta de piedras. Y en este escondrijo hallaría municiones para su fusil descargado, anzuelos, sedales, una pe­queña red…, en fin, todo lo necesario para cobrar piezas y pro­curarse comida. También encontraría harina, aunque no mucha, una lonja de tocino y una pequeña cantidad de habichuelas.
Bill estaría esperándole allí, y los dos descenderían con la ca­noa hacia el Sur, por el río Dease. Así llegarían al lago del Gran Oso y continuarían hacia el Sur, siempre hacia el Sur, a través del lago, para alcanzar el Mackenzie. Seguirían su viaje hacia el Sur, siempre hacia el Sur, y el invierno intentaría en vano darles alcance, y los remansos se helarían y el viento sería frío y cortan­te. Avanzarían siempre hacia el Sur, hasta alcanzar un cálido y acogedor puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson, donde los árboles eran altos y numerosos y la comida jamás escaseaba.
Estos pensamientos cruzaban la mente del viajero mientras avanzaba penosamente. Y a sus esfuerzos corporales se unían los de su espíritu al tratar de persuadirse de que Bill no le había abandonado, de que con toda seguridad le esperaba en el escon­drijo. Se veía obligado a pensar así, ya que sin esta esperanza no habría valido la pena seguir luchando y se hubiera tendido en el suelo para esperar la muerte. Mientras la tenue esfera del sol se hundía lentamente por el Noroeste, él recorrió mentalmente, una vez y otra y palmo a palmo, el trayecto que seguirían Bill y él hacia el Sur antes de que llegase el invierno. Y repasó repetidas veces la comida que contenía el escondrijo y la que encontrarían ;in el puesto avanzado de la Compañía de la Bahía de Hudson. Llevaba dos días sin comer y mucho tiempo sin comer lo sufi­ciente. Se inclinaba con frecuencia para recoger pálidas bayas que se llevaba a la boca, las masticaba y las engullía. Aquellas bayas eran tan sólo minúsculas semillas encerradas en una envoltura casi liquida. El agua se fundía en la boca y la semilla era dura y amarga. El hombre sabía que no tenía ningún alimento, pero las masticaba pacientemente, con una esperanza superior a su convencimiento y que se imponía a la experiencia.
A las nueve introdujo la punta del pie en una hendidura ro­cosa, y su cuerpo débil y exhausto se tambaleó y cayó. Perma­neció algún tiempo tendido de costado y sin moverse. Luego se quitó las correas del fardo y, torpemente, se incorporó hasta que­dar sentado. Aún no había empezado a anochecer. A la luz cre­puscular, buscó a tientas entre las rocas unos puñados de musgo seco. Cuando tuvo un montón, encendió fuego – una fogata que hacía más humo que otra cosa – y puso en él un bote de latón lleno de agua para hervirla.
Desató el fardo y lo primero que hizo fue contar las cerillas que le quedaban. Sesenta y siete. Las contó tres veces para ase­gurarse. Luego las dividió en tres porciones, envolvió cada una de ellas en un trozo de papel aceitado, y colocó un paquetito en su vacía bolsa de tabaco, otro en la badana de su mugriento som­brero y el tercero en su pecho, bajo la camisa. Hecho esto, ex­perimentó un repentino pánico y abrió de nuevo los pequeños envoltorios para volver a contar las cerillas. Seguían siendo se­senta y siete.
Secó su calzado junto al fuego. Los mocasines estaban des­trozados. Los calcetines, hechos con tiras de manta, presentaban una serie de agujeros, y tenía los pies heridos y sangrantes. El tobillo dislocado le latía dolorosamente. Lo examinó. Se había hinchado hasta alcanzar el ancho de la rodilla. Cortó una larga tira de una de sus dos mantas y se ató el tobillo fuertemente. Con otras tiras iguales se envolvió los pies. Estas tiras harían las veces de mocasines y calcetines. Luego se bebió el agua casi hir­viendo del recipiente, dio cuerda a su reloj y se echó bajo las mantas.
Durmió como un tronco. Las fugaces tinieblas de la media­noche llegaron y se fueron. El sol se alzó en el Nordeste, pero él sólo vio el resplandor del amanecer, pues el astro estaba oculto por unas nubes grises.
A las seis se despertó. Quedó inmóvil y tendido de espaldas. Dirigió su mirada a lo alto, al cielo gris, y notó que tenía ham­bre. Cuando se puso de costado para incorporarse sobre el codo, le sorprendió oír un sonoro bufido y vio que un caribú le contem­plaba, curioso y apercibido. El rumiante no se hallaba a más de quince metros de él. En el cerebro del hombre surgió en el acto la visión y el aroma de un bistec de caribú friéndose sobre el fuego. Maquinalmente, tendió la mano hacia el rifle descargado, apuntó y apretó el gatillo. El caribú lanzó un bufido y se alejó saltando. Sus pezuñas repiquetearon al pisar los márgenes ro­cosos.
El hombre lanzó una maldición y arrojó el fusil descargado lejos de sí. Cuando empezó a incorporarse penosamente para ponerse en pie, dejó escapar lastimeros gemidos. ¡Qué difícil le era levantarse! Sus articulaciones parecían goznes mohosos. Fun­cionaban con gran dificultad. Para flexionar o extender sus miem­bros tenía que apelar a toda su fuerza de voluntad. Cuando al fin consiguió ponerse en pie, invirtió otro minuto en despere­zarse, con objeto de poder mantenerse erguido, como debe per­manecer todo hombre.
Penosamente llegó hasta la cumbre de una pequeña loma y desde allí contempló el panorama. No se veían árboles ni arbus­tos: únicamente una gris extensión de musgo, apenas interrum­pida por algunas rocas, lagunas y arroyuelos; asimismo grisáceos. El cielo también era gris. No había ni el menor atisbo de sol. No tenía la menor idea de dónde estaba el Norte y no se acor­daba del camino que había seguido para llegar allí la noche an­terior. Pero no estaba perdido: lo sabía. No tardaría en llegar a la región de los bastoncitos. Tenía el presentimiento de que debía de hallarse a la izquierda, no muy lejos de allí…, tal vez detrás del próximo otero.
Preparó de nuevo su hato para continuar el viaje. Se aseguró de que llevaba los tres paquetitos de cerillas, aunque no se de­tuvo a contarlas. Pero le asaltó la duda antes de cargar con la bolsa cuadrada de piel de alce. No era grande: podía cubrirla con las dos manos. Sabía que pesaba casi siete kilos: tanto como el resto del equipaje. Estaba indeciso y preocupado. Finalmente, la dejó a un lado y procedió a enrollar las mantas. Hizo una pausa y contempló el repleto saquito. Se apoderó de él apresu­radamente, con gesto retador, como si la desolación que le ro­deaba quisiera robársela, y cuando se puso en pie para conti­nuar su vacilante marcha, el saquito formaba parte del fardo que llevaba a modo de mochila.
Avanzó hacia la izquierda. De vez en cuando se detenía para comer bayas. Tenía el tobillo entumecido y cojeaba más que an­tes; pero el dolor del tobillo no era nada comparado con las agudas punzadas del hambre. El vacío que sentía en el estómago parecía roerle las entrañas. Al fin, ni siquiera pudo fijarse en el camino que tenía que seguir para llegar a la región de los bas­toncitos. Las bayas no aplacaban su hambre: sólo servían para llagarle la lengua y arañarle el paladar con su aspereza y su sabor amargo.
Llegó a un valle donde vio unos lagópodos de las rocas que levantaron el vuelo desde los peñascos rodeados de musgo, con sonoros aletazos y lanzando graznidos. Les tiró varias piedras, pero no consiguió hacer blanco. Luego dejó su carga en el suelo y trató de cazarlos como el gato que se lanza a la captura del gorrión. Las cortantes rocas atravesaron la tela de sus pantalo­nes, y al fin sus rodillas dejaron un rastro de sangre. Pero el dolor que esto le producía no era nada comparado con la tortura del hambre. Serpenteó a través del húmedo musgo. Sus ropas se empaparon y notó que el frío penetraba en su cuerpo. Pero nada de esto le importaba: le absorbía totalmente el ansia de comer. Los lagópodos levantaban siempre el vuelo cuando casi los tenía a su alcance. Llegó un momento en que sus graznidos le pare­cieron gritos de burla, y maldijo a aquellos pájaros y se mofó de ellos remedando sus chillidos.
Una vez llegó arrastrándose hasta uno que debía de estar dormido y al que no vio hasta que salió disparado de su nido, oculto entre las rocas. Pasó rozándole la cara e intentó asirlo, mientras mostraba la misma sorpresa que debía de sentir el lagó­podo. En su mano quedaron tres plumas de la cola. Miró con odio al ave que se alejaba volando, como si hubiese recibido de ella una afrenta terrible. Luego volvió en busca de su fardo y se lo echó a la espalda.
Siguió avanzando. Su camino le llevó a varios valles panta­nosos en los que la caza era más abundante. Pasó cerca de él un rebaño de caribúes formado por más de veinte cabezas. Los tuvo a una distancia tan corta, que no habría podido errar el tiro. Sintió un loco deseo de echar a correr tras ellos, seguro de que, si lo hiciera, los alcanzaría. Un zorro negro venía hacia él con un lagópodo en la boca. El viajero le gritó. Fue un grito espan­toso. Pero el zorro, aunque asustado, se alejó saltando, sin soltar la presa.
Al atardecer, siguió un riachuelo de aguas cenagosas que dis­curría entre juncales. Asió un manojo de juncos con mano firme y a ras de tierra, tiró de él y lo arrancó con su raíz. Era ésta un pequeño y tierno bulbo en el que se clavaron sus dientes con un sonoro crujido que pareció una deliciosa promesa de comida. Pero el bulbo era duro. Estaba formado por haces de filamentos correosos saturados de agua como las bayas, y no tenía ningún valor alimenticio. Volvió a despojarse del fardo y penetró en el juncal á. gatas, mientras masticaba con la boca cerrada, como un rumiante. Se sentía exhausto y a cada momento le asaltaba el deseo de descansar, de echarse a dormir. Pero constantemente lo espoleaba su anhelo de llegar a la región de los bastoncitos, y aún le estimulaba más el hambre. Buscaba ranas en las charcas y revolvía la tierra con las uñas, tratando de hallar lombrices y toda clase de gusanos, aun sabiendo que tan al Norte no había gusanos ni ranas.
Examinó en vano todas las charcas. Al fin, cuando empezaba el largo crepúsculo, vio en una de ellas un pececillo solitario. Hundió en el agua el brazo hasta el hombro, pero el pececillo no se dejó atrapar. Trató de capturarlo con ambas manos y re­volvió el fondo fangoso, enturbiando el agua. En su excitación, cayó en la charca, hundiéndose hasta la cintura. Le era imposible ver al pez en aquel barrizal, y se vio obligado a esperar a que el limo se depositase en el fondo.
Cuando el agua estuvo más clara, intentó nuevamente cap­turar al pez. Pero el agua volvió a enturbiarse. Esta vez el via­jero se sintió incapaz de esperar, y, sacando de su equipaje un cazo de latón, empezó a vaciar la charca. Al principio achicaba el agua furiosamente y la arrojaba tan cerca, que volvía a la charca. Después tuvo más cuidado, esforzándose por conservar la calma, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho y las ma­nos le temblaban. Al cabo de media hora, la charca estaba casi vacía. Sólo quedaba en ella un poco de agua. Pero no se veía al pez. Debía de haber encontrado alguna grieta oculta entre las piedras, y así pudo pasar a la charca contigua, que era mucho mayor y que él no la podría vaciar ni en un día entero. De haber sabido que estaba allí aquella hendidura, la habría obturado con una piedra desde el primer momento y el pez hubiera sido suyo.
Esto es lo que pensó, dejándose caer agotado sobre la tierra húmeda. Al principio, lloró quedamente, como para sí mismo; luego su llanto fue más ruidoso y el viajero maldijo la despiadada desolación que lo rodeaba. Durante un buen rato lo sacudieron los violentos sollozos.
Encendió fuego y entró en calor bebiéndose varias tazas de agua caliente. Acampó en un margen rocoso, lo mismo que la noche anterior. Lo último que hizo fue comprobar que sus ce­rillas se conservaban secas y dar cuerda al reloj. Las mantas es. taban húmedas y pegajosas. Sentía en el tobillo dolorosas palpi­taciones. Pero él sólo se daba cuenta de que tenía hambre. Se sumió en un agitado sopor y soñó con regios festines en los que se servían todos los platos imaginables.
Cuando se despertó, estaba helado y sentía un profundo ma­lestar. No había sol. El gris de la tierra y del cielo era de un tono más oscuro. Se había levantado un viento desapacible y las primeras ráfagas de la ventisca habían cubierto de nieve las cum­bres de los contornos. La borrasca fue en aumento y el aire se cargó de copos de nieve, mientras el caminante encendía el fuego y ponía más agua a hervir. Los copos eran grandes, pero la nieve, mitad agua, se fundía apenas llegaba a la tierra. Así ocurrió al principio. No obstante, la nevada continuó y la nieve fue cuajando y cubriéndolo todo. Además, apagó el fuego y mojó la provisión de musgo seco que había de servir para alimentar la hoguera.
Entonces el viajero se echó nuevamente el fardo a cuestas y reanudó la marcha. Ahora iba sin rumbo determinado. Ya no le importaba la región de los bastoncitos, ni Bill, ni el depósito oculto bajo la canoa a orillas del río Dease. La palabra «comer» llenaba totalmente su pensamiento. El hambre trastornaba su cerebro. No se fijaba en el rumbo que seguía; lo único que le importaba era que su camino pasara por valles pantanosos. Hur­gaba en la nieve hasta encontrar aquellas bayas repletas de lí­quido, y, utilizando el tacto más que la vista, arrancaba los jun­cos para obtener su raíz bulbosa. Pero esta comida sin alimento no le satisfacía. Halló un hierbajo de sabor amargo y se lo comió. Buscó más y engulló todo el que encontró, que no fue mucho, porque esta planta, parecida a una enredadera, quedaba oculta incluso bajo la más delgada capa de nieve.
Aquella noche no tuvo fuego ni agua caliente. Se deslizó bajo la manta y se durmió con el sueño intranquilo del hambriento. La ventisca se convirtió en fría lluvia. Se despertó muchas veces al recibir la lluvia en su rostro, pues estaba cara al cielo. Llegó el día, un día gris, sin sol. Ya no llovía. El hambre no le mor­tificaba tan vivamente. En relación con el ansia de comida, su sensibilidad se había agotado. Sentía en el estómago un angus­tioso dolorcillo, pero no vivo y desesperante como el del día an­terior. Estaba más sosegado y su interés se concentró nuevamente en la región de los bastoncitos y en el depósito oculto a orillas del río Dease.
Cortó en tiras los restos de una de sus mantas para vendarse los llagados pies. Luego se ató el tobillo dislocado: así podría andar durante toda la jornada.
Cuando llegó el momento de liar el equipaje, estuvo pensando un buen rato en lo que debía hacer con el saquito de piel de alce y, finalmente, volvió a cargar con él.
La nieve se había fundido bajo la lluvia. Sólo las cumbres conservaban su blanco casquete. Salió el sol, y el viajero consiguió localizar los puntos cardinales. Como suponía, se había extra viado. En su marcha sin rumbo del día anterior, se había desviado hacia la izquierda. Así, pues, con objeto de compensar esta des­viación, se dirigió a la derecha.
Aunque las punzadas del hambre ya no eran tan crueles, notó una extrema debilidad. Se veía obligado a detenerse con frecuen­cia para descansar. Entonces buscaba bayas y juncos. Sentía la lengua seca e hinchada; le parecía que la tenía cubierta de un fino vello, y notaba un sabor amargo en la boca. Su corazón le preocupaba profundamente. Apenas andaba unos minutos, lo sen­tía latir tumultuosamente. Le daba saltos como si quisiera esca­pársele del pecho. A veces, estos latidos eran dolorosos y le ahogaban, lo debilitaban, lo aturdían…
Cerca del mediodía encontró dos pececillos en una gran char­ca. No era posible vaciarla, pero esta vez procedió con calma y logró capturarlos con su cuenco de latón. No eran mayores que su dedo meñique, pero le parecieron suficientes para el hambre que sentía. El dolor que le producía el vacío de su estómago se había atenuado y era ahora como una sorda molestia. Parecía estar dormitando.
Se comió los peces crudos. Los masticó con todo cuidado, pues comía por una exigencia de su razón. No era que sintiese deseos de comer, sino que comprendía que tenía que hacerlo para no morir.
Al anochecer capturó otros tres peces de la misma especie. Se comió dos y se guardó uno para el desayuno.
El sol había secado algunas zonas de musgo, y esto le per­mitió hervir agua para dar calor a su cuerpo.
Aquel día apenas había recorrido quince kilómetros. Al si­guiente sólo recorrió ocho, pues el corazón no le permitió an­dar más.
En cambio, su estómago ya no le causaba molestia alguna: había acabado de dormirse.
El viajero se encontraba en una región para él desconocida, donde abundaban los caribúes…, y también los lobos. Los aulli­dos de estas fieras se oían con frecuencia en aquellos desolados parajes. Una vez, en el curso de su marcha, se encontró con un grupo de tres, que huyó al verle.
Pasó otra noche. Al amanecer, después de reflexionar con calma, desató la correa que cerraba la boca del saquito de piel de alce, y por ella brotó una amarilla cascada de polvo y pepitas de oro. El viajero dividió el tesoro en dos mitades, calculadas a ojo, y ocultó una de ellas junto a una roca prominente, después de envolverla en un trozo de manta, y la otra mitad la introdu­jo de nuevo en el saquito.
Luego cortó varias tiras de la única manta que le quedaba, para envolverse los pies. Pero el rifle no lo soltó: pensaba en que había cartuchos en el escondrijo de la ribera del Dease.
Aquel día el cielo estaba cubierto de nubes. El viajero volvió a sentir hambre. Estaba tan débil, que le daban mareos y los ojos se le nublaban. Tropezaba y caía a cada momento. En una de estas caídas, se encontró sobre un nido de lagópodos. En él había cuatro polluelos recién nacidos: apenas tendrían un día. Eran minúsculos retazos de vida palpitante: no más de un bocado cada uno. El viajero los devoró: se los llevó vivos a la boca y los trituró con los dientes. La madre aleteaba ruidosamente alrede­dor del hombre, y él levantó su fusil y trató de derribarla de un culatazo. Ella esquivó el golpe, y entonces él le arrojó varias pie­dras, una de las cuales alcanzó al pájaro y le rompió un ala.
El animal huyó, utilizando sus patas y arrastrando por el suelo su ala rota, y el viajero se lanzó en su persecución.
Las crías no le habían aplacado el hambre, sino que se la habían avivado. El perseguidor avanzaba a saltos, arrastrando su pie dislocado, arrojando piedras… A veces lanzaba gritos ron­cos y a veces avanzaba en silencio, renqueando, cayendo y le­vantándose, ceñudo y tenaz, frotándose los ojos cuando empezaba a sentirse mareado.
Así llegó al fondo de un valle, donde descubrió unas huellas en el musgo esponjoso. En seguida advirtió que aquellas huellas no eran suyas y se dijo que debían de ser de Bill. Pero no se detuvo, al ver que el ave herida se alejaba. Primero la captu­raría y después volvería para investigar.
El pájaro estaba agotado, pero también lo estaba él. El lagó­podo permanecía postrado y jadeante; también él estaba tendido de costado y jadeaba. Se hallaba a poco más de tres metros del animal herido, pero era incapaz de llegar hasta él. Y cuando se repuso, el ave también se había recobrado y se escapó aleteando en el instante en que el hombre tendió su ávida mano hacia ella. Continuó la persecución hasta que cayó la noche: entonces el ave consiguió escapar. El hombre avanzaba dando traspiés, tan débil se hallaba. Al fin, cayó de bruces con el fardo a cuestas y se hirió en la cara; estuvo largo rato sin moverse; luego hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado, dio cuerda al reloj y siguió echado hasta el amanecer.
Otro día de niebla. La mitad de su última manta se había convertido ya en vendas para sus pies. No consiguió encontrar las huellas de Bill. No le importó. El hambre le dominaba por entero. Únicamente se preguntaba si Bill estaría también perdido como él. A mediodía se le hizo insoportable el peso de su fardo. Volvió a dividir el oro, aunque esta vez se limitó a verter la mitad en el suelo. Por la tarde tiró el resto del precioso metal. Sólo le quedaba media manta, el cazo de latón y el rifle.
Empezó a asediarlo una alucinación. Estaba seguro de que le quedaba un cartucho en la recámara del rifle y lo había olvi­dado. Al mismo tiempo, sabía perfectamente que la recámara estaba vacía. No obstante, la alucinación persistía. Luchó con ella durante horas. Al fin abrió el rifle y comprobó que estaba vacío. La decepción que sintió fue tan profunda como si real­mente hubiese esperado encontrar allí el cartucho.
Avanzó penosamente durante media hora. La alucinación vol­vió a asaltarle y de nuevo luchó con ella, pero el espejismo per­sistía. Finalmente, para salir de dudas, abrió otra vez el rifle. A veces su espíritu parecía adelantarse a su cuerpo, y entonces él avanzaba como un simple autómata, mientras llenaban su ce­rebro extrañas fantasías y caprichosas imágenes. Pero estas in­cursiones a lo irreal eran de breve duración, porque los punzantes dolores del hambre le volvían siempre a la realidad. Una vez lo volvió a ella un espectáculo que le dejó petrificado. Se tambaleó como si estuviese ebrio. Ante él se alzaba un caballo. ¡Un ca­ballo! No podía dar crédito a sus ojos. Una espesa niebla, en la que brillaban centelleantes puntos de luz, se los cubría. Se frotó los ojos furiosamente para aclararlos y ante él vio, no un caballo, sino un gran oso pardo. El animal lo examinaba con belicosa curiosidad.
Ya casi se había echado el rifle a la cara, cuando comprendió lo inútil de su ademán. Bajó el arma y sacó el cuchillo de caza de la vaina cubierta de abalorios que pendía de su cintura. Ante él tenía carne y vida. Pasó el pulgar por el filo del cuchillo de monte. Estaba bien afilado y su punta era aguda. Se arrojaría sobre el oso y lo mataría. Pero el corazón empezó a latirle vio­lentamente a modo de advertencia. Luego le dio un gran salto e inició su desordenada danza, a la vez que el hombre sentía como si un fleje de hierro le oprimiera la frente, y mientras el vértigo penetraba solapadamente en su cerebro.
Su valor desesperado cedió el paso a una súbita oleada de temor. ¿Qué sucedería si el plantígrado le atacaba, hallándose él tan débil? Se irguió con gesto retador, empuñando el cuchillo y mirando de hito en hito al oso. Éste dio un par de pasos torpes, retrocedió y profirió un gruñido de advertencia. Si el hombre echaba a correr, él lo perseguiría. Pero el hombre no huyó, pues se hallaba animado por el valor que nace del miedo. Él también gruñó, de manera salvaje y terrible, expresando el temor que es hermano de la vida y que está mezclado con las más profundas raíces de la existencia.
El oso se apartó a un lado, gruñendo amenazadoramente, tam­bién atemorizado por aquella misteriosa figura que se erguía ante él, sin temor. Pero el hombre no se movió. Permaneció como una estatua hasta que el peligro hubo pasado. Entonces empezó a temblar y se dejó caer sentado sobre el húmedo musgo. Haciendo de tripas corazón, continuó la marcha, dominado por un nuevo temor. No temía ya morir pasivamente de inani­ción, sino ser destruido violentamente, antes de que el cansancio hubiese agotado en él la última partícula de la voluntad que le impelía a seguir sobreviviendo. Allí estaban los lobos. Por aquel lugar desolado erraban sus aullidos, tejiendo en el aire la trama de una amenaza tan tangible, que empezó a bracear para apar­tarla de su lado, como si le hubiera caído encima una tienda abatida por el viento.
De vez en cuando, los lobos, en grupos de dos y tres, pasaban ante él. Pero se mantenían a prudente distancia. Eran pocos y, además, iban a la caza de los caribúes. Éstos no luchaban. En cambio, aquel extraño ser que caminaba erguido, tal vez arañase y mordiese.
A la caída de la tarde encontró unos cuantos huesos espar­cidos, que eran todo cuanto quedaba de una presa de los lobos. Los restos pertenecían a una cría de caribú que media hora antes aún mugía y corría, llena de vida. Contempló los huesos, com­pletamente descarnados y sonrosados por la vida celular que to­davía conservaban. ¿Sería posible que él se hallase también re­ducido a aquel estado antes de que terminase el día? Así era la vida. Algo vano y huidizo. Lo único doloroso era la vida. La muerte no hacía daño. Morir era como dormir. Era el final de todo, el descanso. Entonces, ¿por qué no se alegraba de morir?
Pero no siguió filosofando mucho tiempo. Permanecía en cu­clillas entre el musgo, royendo un hueso, chupando los vestigios de vida que todavía le daban un débil tinte rosado. El dulce sabor de la carne, leve y fugaz, casi como un recuerdo, lo enlo­queció. Apretando las mandíbulas, trituró los huesos, rompién­dolos y rompiéndose a la vez algún diente. Luego trituró los hue­sos entre dos piedras, machacándolos hasta convertirlos en una masa que engulló. Con las prisas, se aplastó los dedos y, por un momento, se sorprendió de que la mano herida no le doliese demasiado.
Siguieron unos días terribles, de lluvia y cellisca. Él no sabía cuándo acampaba ni cuándo proseguía la marcha. Viajaba de día y de noche. Descansaba allí donde caía, para seguir arrastrándose cuando la llama moribunda de la vida que había en él se despa­bilaba y ardía menos tenuemente. Ya no luchaba. Ya no sufría. Tenía los nervios embotados, ateridos, y por su cerebro cruzaban fantásticas visiones y sueños deliciosos.
Pero seguía chupando y royendo los huesos triturados del caribú, cuyos últimos restos llevaba consigo. No cruzó más lo­mas ni divisorias de aguas. Se limitaba a seguir maquinalmente el curso de un gran arroyo que discurría por un valle amplio y poco profundo. No veía ni el arroyo ni el valle. Sólo se daba cuenta de sus visiones. Cuerpo y alma andaban o se arrastraban juntos, pero, al propio tiempo, separados, tan tenue era el hilo que los unía.
Se despertó con la cabeza despejada, tendido en posición su­pina sobre la roca. El sol esparcía su luz cálida y brillante. Muy a lo lejos oyó los mugidos de los caribúes. Le pareció recordar vagamente una tormenta de lluvia, viento y nieve, pero no sabía si la tempestad había durado dos días o dos semanas.
Durante algún tiempo permaneció echado, mientras los rayos bienhechores del sol lo bañaban y daban calor a su cuerpo es­cuálido. «Un día hermoso», pensó. Tal vez podría conseguir si­tuarse. Haciendo un doloroso esfuerzo, se puso de costado. Más abajo discurrían las aguas perezosas de un anchuroso río. Aquella visión poco familiar le sorprendió. Fue siguiendo el río lenta­mente con la mirada. Observó sus meandros entre las tétricas y peladas colinas, más sombrías y desnudas, más achaparradas que todas las que había encontrado en su camino hasta entonces. Lenta y deliberadamente, sin la menor excitación, sólo con un ligero interés, siguió con la vista el curso del río desconocido en dirección a la línea del horizonte y advirtió que sus aguas se vaciaban en un mar resplandeciente. Pero tampoco le impresionó este cuadro. Se dijo que aquel insólito espectáculo debía de ser una visión o un espejismo; sí, una visión, una treta que le jugaba su desordenada mente.. Le confirmó en esta idea la vista de un barco fondeado en las aguas rutilantes del mar. Cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos. ¡Era extraño que aquella visión persistiese! Aunque no tan extraño. Sabía que no había mares ni barcos en el corazón de las tierras yermas y desoladas, del mismo modo que había sabido que no había ningún cartucho en su rifle.
Oyó unos pies que se arrastraban a su espalda y a esto siguió un estertor ahogado, una tos. Muy despacio a causa de su ex­traordinaria debilidad y del entumecimiento de sus miembros, se volvió del otro lado. No vio nada en las proximidades, pero esperó pacientemente. Oyó de nuevo el estertor y la tos, y entre dos rocas que estaban a menos de seis metros distinguió la gris silueta de la cabeza de un lobo. Las puntiagudas orejas no esta­ban tan erguidas como las de los lobos que había visto anterior­mente. El animal tenía los ojos legañosos y encarnizados. La ca­beza parecía colgarle sin fuerzas, con expresión desolada. Aque­llos ojos, heridos por los rayos del sol, pestañeaban continuamente. Sin duda, el lobo estaba enfermo. Mientras le miraba, resopló y tosió de nuevo.
No podía dudar de la realidad de lo que estaba viendo, y se volvió hacia el otro lado para ver la realidad del mundo, antes velada por un espejismo. Pero la mar seguía brillando a lo lejos y el barco se veía perfectamente. ¿Y si aquello fuese real? Cerró los ojos para meditar, estuvo así largo rato y entonces lo com­prendió todo. Se había confundido, y en lugar de dirigirse al Este se había dirigido al Norte, alejándose de la divisoria de aguas del Dease y penetrando en el valle del Coppermine. Aquel río amplio y perezoso era el Coppermine. Aquel mar brillante era el océano Glacial Ártico. El barco era un ballenero que se había alejado al Este, muy hacia el Este, de la desembocadura del Mackenzie y estaba fondeado en el golfo de la Coronación. Se acordó del mapa de la Compañía de la Bahía de , visto una vez, hacía mucho tiempo, y entonces todo le pareció claro y lógico.
Se incorporó hasta sentarse y concentró su atención en las cuestiones inmediatas. Había destrozado completamente las tiras hechas con las mantas y sus pies eran informes muñones de carne desollada. Ya no le quedaba ninguna manta. También había per­dido el rifle y el cuchillo. Asimismo, le faltaba el sombrero. Se lo había dejado no sabía dónde, con los fósforos guardados en la badana. Pero las cerillas que llevaba en el pecho estaban seguras y secas dentro de la bolsa del tabaco. Además, las protegía una envoltura de papel aceitado.
Consultó su reloj. Señalaba las once y aún funcionaba. Evi­dentemente, le había ido dando cuerda.
Se sentía tranquilo. Recapacitó. Aunque estaba extremada­mente débil, no experimentaba dolores ni hambre. Pensaba en la comida con indiferencia y todos sus actos estaban regidos úni­camente por la razón. Se desgarró las perneras de los pantalones hasta las rodillas y con ellas se envolvió los pies. Aún conser­vaba el cazo de latón. Bebería un poco de agua caliente antes de iniciar lo que preveía iba a ser una horrible marcha hasta el barco.
Sus movimientos eran lentos. Temblaba como un azogado. Cuando empezó a recoger musgo seco, advirtió que no podía ponerse en pie. Lo intentó una y otra vez y, por último, se con­formó con andar a gatas, valiéndose de manos y rodillas. Una vez, se acercó al lobo enfermo. El animal se apartó de su camino a regañadientes y con gran dificultad, lamiéndose las fauces con una lengua que casi no podía doblar. El viajero observó que aquella lengua no tenía el color rojo de las lenguas sanas: era de un tono pardo amarillento y parecía cubierta de una áspera mu­cosidad medio seca.
Después de beberse un cuartillo de agua caliente, el viajero ya fue capaz de mantenerse en pie, e incluso de andar todo lo bien que puede hacerlo un moribundo. A cada momento tenía que detenerse para descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como los del lobo que le seguía; y aquella noche, cuando las ti­nieblas cayeron sobre el mar brillante, comprendió que sólo se había acercado unos seis kilómetros y medio hacia la orilla.
Durante la noche oyó la tos del lobo enfermo y, de vez en cuando, los mugidos de los becerros de los caribúes. La vida, una vida fuerte y sana, le rodeaba, y tenía el convencimiento de que el lobo enfermo seguía su rastro porque sabía que estaba no me­nos enfermo que él y esperaba verle morir antes. Por la mañana, al abrir los ojos, vio los del lobo, ávidos y hambrientos, fijos en él. El animal estaba agazapado, con la cola entre piernas, como un can miserable y exhausto. Temblaba al azote del gélido viento matinal e hizo una mueca lastimosa cuando el hombre le habló con una voz que no pasaba de ser un ronco murmullo.
Un sol radiante se alzó sobre el horizonte, y el viajero, aunque tambaleándose y cayendo a veces, no cesó de avanzar durante toda la mañana hacia el barco anclado en el mar resplandeciente. El tiempo era inmejorable: el del fugaz veranillo indio de las altas latitudes. Lo mismo podía durar una semana más que ter­minar al día siguiente o al otro.
Por la tarde encontró un rastro. Era el de un hombre que no andaba, sino que gateaba. Tal vez fuera de Bill. Así lo pensó, pero de un modo vago, sin el menor interés. Nada despertaba su curiosidad. Estaba incapacitado para captar sensaciones y expe­rimentar emoción alguna. No era sensible al dolor. Sus nervios y su estómago se habían dormido. Sin embargo, la poca vida que aún quedaba en él le impelía a seguir avanzando. Su extenuación era extrema, pero se resistía a morir: por eso seguía comiendo bayas y pececillos, bebiendo agua caliente y vigilando con des­confianza al lobo enfermo.
Siguió el rastro del otro hombre y no tardó en llegar a su término. Allí vio unos cuantos huesos relucientes, esparcidos so­bre el húmedo musgo y rodeados de las huellas de una manada de lobos. También vio una repleta bolsa de piel de alce, idéntica a la suya, que agudos colmillos habían surcado de desgarrones. La levantó, aunque su peso era excesivo para sus débiles manos.
Se echó a reír al pensar que Bill había transportado el saquito hasta el final, y que él no moriría y podría llevarlo hasta llegar al barco anclado en el mar brillante. Su júbilo se tradujo en una risa ronca y destemplada, semejante al graznido de un cuervo, a la que se unió el lobo enfermo con sus lúgubres aullidos…
De pronto, dejó de reír. ¿Cómo podía alegrarse si lo que estaba viendo, aquellos huesos limpios y de un blanco sonrosado, eran los restos de Bill…? Dio media vuelta y se alejó. Bill le había abandonado, pero él no se llevaría el oro de Bill ni chu­paría sus huesos.
– Sin embargo – murmuró mientras se alejaba con paso va­cilante -, Bill lo habría hecho si la víctima hubiera sido yo.
En esto vio un charco, y al inclinarse sobre él con la espe­ranza de descubrir algún pececillo, retiró al punto la cabeza como si hubiese recibido una picadura. Había visto su rostro reflejado en el agua y era tan horrible, que su sensibilidad se despertó lo suficiente para que experimentase una sensación de repugnancia.
Había tres diminutos peces en el charco. Viendo que éste era demasiado grande para intentar vaciarlo, trató de capturar los pececillos con el cazo de latón, pero desistió después de tres frustradas tentativas. Temía caerse al agua y ahogarse, a causa de su extrema debilidad. Por esta misma razón no se había atrevido a dejarse llevar por las aguas del río cabalgando en uno de los troncos que arrastraba la corriente y estaban varados en los are­nales.
Aquel día acortó en casi cinco kilómetros la distancia que le separaba del barco. Al siguiente recorrió sólo poco más de tres kilómetros, pues volvía a andar a gatas, como había andado Bill. Y al terminar el quinto día tenía aún el barco a once kilóme­tros, cuando él apenas se sentía capaz de cubrir un kilómetro diario.
Afortunadamente, el veranillo indio continuaba y él podía seguir arrastrándose, entre frecuentes desmayos y llevando al lobo enfermo, que tosía y resollaba, muy cerca de sus talones. Tenía las rodillas desolladas, y aunque había vendado sus pies en carne viva con tiras cortadas de la espalda de su camisa, iba dejando un rastro de sangre en el musgo y las piedras. Una vez que volvió la cabeza, vio que el lobo lamía ávidamente el rastro sangriento, y entonces se dio clara cuenta de cuál sería su fin, a menos que… a menos que él pudiese apresar al lobo… Entonces comenzó la más espantosa lucha por la vida que puede concebir la mente humana: un hombre enfermo y agotado que apenas podía andar, contra un lobo moribundo que apenas se sostenía sobre sus patas…, dos seres que arrastraban sus cuerpos esquelé­ticos por un mundo desierto y desolado y que se acechaban mu­tuamente con el propósito de arrebatarse la vida.
Si el lobo hubiera sido un animal sano, al viajero no le habría parecido la cosa tan intolerable; pero la idea de ir a parar al estómago de aquel ser repugnante y casi sin vida, le producía náuseas. Aunque aún era capaz de sentir estas aprensiones, su mente se veía asaltada de nuevo por frecuentes desvaríos, y sus intervalos de lucidez eran cada vez más raros y breves.
Una vez lo despertó de uno de sus desmayos un resoplido próximo a su oreja. Entonces el lobo retrocedió renqueando, perdió el equilibrio a causa de su debilidad y terminó por caer. El espectáculo era grotesco, pero a él no le causó risa. Tampoco le asustó: estaba demasiado exánime para sentir miedo. Pero su cerebro se despejó momentáneamente y pudo reflexionar. El bar­co estaba a no más de seis kilómetros. Lo vio con toda claridad después de frotarse los ojos para librarlos del velo que los cu­bría, y también vio la vela de una barca que surcaba la brillante superficie del mar.
No le sería posible recorrer arrastrándose aquellos seis kiló­metros. Lo sabía y aceptó con calma este convencimiento. Estaba seguro de que ni siquiera un kilómetro más podría recorrer. Sin embargo, quería vivir; le parecía absurdo morir después de so­portar lo que había soportado. El moribundo se negaba a perecer. Tal vez era una locura, pero cuando se hallaba en las mismas fauces de la muerte, adoptó una actitud retadora y la rechazó.
Cerró los ojos y procuró calmarse. Hizo un esfuerzo sobre­humano para no dejarse dominar por la extrema languidez que iba extendiéndose por todo su ser como una marea creciente. Sí, una marea parecía aquel mortal desfallecimiento que iba progre­sando paulatinamente y adueñándose poco a poco de su concien­cia. A veces, estaba a punto de sumergirse en el mar del olvido y nadaba por él con débiles brazadas, pero en seguida, por obra de alguna extraña alquimia de su alma, hallaba un retazo de voluntad y podía bracear más enérgicamente.
Estaba echado de espaldas, sin hacer el menor movimiento, y cada vez oía más cerca la silbante respiración del lobo mori­bundo. Cada vez más cerca, pero él no se movía. Tenía la im­presión de que aquello duraba una eternidad. Ya lo sentía junto a su oído. Ya notaba en su mejilla la reseca lengua, áspera como el papel de lija. Alargó las dos manos a la vez, o creyó alargarlas. Sus dedos, encorvados como garras, sólo aprisionaron el aire. Los movimientos rápidos y certeros requieren fuerza, y el des­dichado ya no la tenía.
El lobo daba muestras de una paciencia inagotable. Pero no era inferior la del hombre, que permaneció medio día tendido, inmóvil, luchando con la inconsciencia y esperando al ser que quería devorarlo y al que él también quería devorar. A veces, aquella especie de marea le invadía y quedaba sumido en un largo sueño, pero incluso entonces se hallaba en una especie de duermevela que le permitía estar atento a la silbante respiración y esperar el roce de la áspera lengua.
Fue saliendo lentamente de su estado de inconsciencia: había dejado de oír la jadeante respiración mientras notaba en el dorso de su mano el contacto de aquella rígida lengua. Esperó. Los colmillos empezaron a apresar la carne débilmente. Luego la presión fue más vigorosa: el lobo apelaba a sus últimas fuerzas para hundir sus dientes en la carne del hombre, objetivo de su larga y paciente espera… Pero también el hombre esperaba esta ocasión y su mano lacerada se cerró en torno a la mandíbula del animal. Luego, muy despacio, mientras el lobo se debatía débil­mente y la mano humana mantenía la presión con la misma de­bilidad, la otra mano del hombre se deslizó hacia la fiera. Así quedó el animal inmovilizado. Cinco minutos después, el cuerpo del hombre estaba sobre el del lobo, oprimiéndole con todo su peso. Aquellas manos no tenían fuerzas para estrangular a la fiera, pero el viajero había pegado el rostro a la peluda garganta y su boca se abrió, llenándose de pelo. Media hora después, el hombre notó que algo cálido se deslizaba por su garganta. No fue una sensación agradable; le pareció que vertían plomo derre­tido en su estómago… Pero hizo un esfuerzo y siguió tragando. Después dio media vuelta, quedó en posición supina y se durmió.
En el ballenero Bedford viajaban varios miembros de una expedición científica. Desde la cubierta vieron que algo extraño se deslizaba por la playa en dirección al mar. Como hombres de ciencia, se creyeron en el deber de identificar aquello, y al no poder hacerlo desde donde estaban, bajaron a la barca amarrada al costado del ballenero y se trasladaron a tierra. Entonces pu­dieron ver que aquello era un hombre, aunque apenas podía lla­marse así, y que aún vivía. Ciego e inconsciente reptaba por el suelo como un gusano monstruoso. Sus esfuerzos eran poco menos que inútiles; apenas podía avanzar seis metros en una hora; pero él seguía serpenteando, retorciéndose…
Tres semanas después, el viajero está echado en una litera del ballenero Bedford. Mientras las lágrimas corrían por su de­macrado rostro, decía quién era y explicaba lo que había sufrido. También habló, con palabra incoherente, de su madre, de la so leada California, de una casa rodeada de naranjos y flores.
Días después ya podía sentarse a la mesa con los oficiales del buque y los sabios de la expedición. Contemplaba embelesado el espectáculo de la abundancia de comida y observaba ansiosamen­te cómo los alimentos desaparecían en las bocas de los comen­sales. Cada bocado de sus salvadores despertaba en él una an­gustia que se reflejaba en sus ojos. Estaba completamente cuerdo, pero a la hora de comer odiaba a todo el mundo, obsesionado por el temor de que las provisiones se acabasen. Siempre estaba molestando al cocinero, al camarero y al capitán con preguntas acerca de las reservas de víveres. Éstos le tranquilizaban, pero él no los creía y se iba a rondar por el pañol de las provisiones para comprobarlo por sus propios ojos.
Todos advirtieron que aquel hombre engordaba. De día en día aumentaba la redondez de su cuerpo. Los sabios le observa­ban, movían la cabeza y exponían una teoría tras otra.
Se racionó su alimentación, pero el perímetro de su cintura siguió aumentando bajo su camisa.
Los marineros sonreían, pues estaban en el secreto. Y los sabios montaron un servicio de vigilancia que dio el resultado apetecido. Vieron que el viajero, después del desayuno, se desli­zaba furtivamente por la embarcación, llegaba a la proa y allí tendía la mano como un pordiosero al primer marinero que veía. Éste sonreía y le daba un trozo de galleta. Él se apoderaba de ella con un gesto de codicia, la miraba como un pobre miraría una moneda de oro y se la guardaba debajo de la camisa. Luego se dirigía a otros marineros, que le sonreían también y le daban trozos de galleta.
Los hombres de ciencia mostraron la mayor discreción y nada le dijeron. Pero un día examinaron sigilosamente su litera y vie­ron que era un depósito de trozos de galleta. No había rincón ni intersticio que no contuviera uno de estos fragmentos. Sin em­bargo, aquel hombre estaba en su sano juicio. Si procedía así, era porque le dominaba el temor de pasar hambre de nuevo.
Los sabios aseguraron que se curaría de esta obsesión, y así fue: se curó incluso antes de que el ballenero echase el ancla en la bahía de San Francisco.
Sobre el autor.
Jack London (12 de enero de 1876 – 22 de noviembre de 1916) fue un escritor estadounidense.

El compañero